Presidente alemán pidió perdón por bombardeo a Gernika; el Estado español sigue guardando silencio
Hay una sociedad que no olvida que la monarquía jamás ha realizado un reconocimiento explícito del papel del franquismo en la destrucción de Gernika. Destruir Gernika no fue un acto militar: fue un mensaje. Un intento de borrar una raíz. Por eso el cuadro de Picasso no solo denunció un crimen; capturó el intento del franquismo de arrancar una identidad colectiva.
“El Siglo”. Bizkaia. 12/2025. El pasado 28 de noviembre, Gernika amaneció rodeada de un silencio expectante. No era un día cualquiera: por primera vez en la historia, un presidente alemán acudía a la villa para pedir perdón por el bombardeo de 1937. Frank-Walter Steinmeier llegó acompañado del rey Felipe VI, del lehendakari Imanol Pradales y de una nutrida representación institucional. El protocolo se desarrolló sin estridencias, pero el gesto -un jefe de Estado alemán caminando entre las tumbas del cementerio de Zallo- tenía un peso tan simbólico como inevitablemente político.
La escena era impecable desde la superficie: coronas de flores, discursos medidos, representaciones diplomáticas, seguridad discretamente visible. Pero bajo esa capa ceremonial se respiraba otra cosa: la tensión que despierta, todavía hoy, cualquier conversación seria sobre memoria, responsabilidades y deudas no saldadas. Gernika es demasiado grande -demasiado dolorosa- como para encajarla únicamente en un acto institucional.
Era un día para escuchar, más que para hablar. Y aun así, lo que más resonó fueron las voces de quienes casi no pueden ya alzarla: las poquísimas víctimas vivas del bombardeo.
Reunidos todos en la “Sala de la Reconciliación” del Museo de la Paz de Gernika con Crucita Etxabe y María del Carmen Aguirre, quienes siendo niñas, sufrieron el bombardeo perpetrado por la aviación nazi, que apoyaba así a las tropas franquistas en la Guerra Civil española. Relataron cómo el rugido de los aviones rompió la paz aquel día de mercado, cómo las bombas no cayeron sobre posiciones militares sino sobre mujeres, niños, caseríos y calles indefensas. Recordaron los incendios que duraron horas, la huida hacia los montes, el silencio obligado de después. Durante décadas ese silencio se cubrió con discursos que decían que aquello no había ocurrido, o que había sido una autodestrucción ordenada por los propios vascos. Esa humillación fue casi una segunda violencia.
Gernika, antes del bombardeo, no era un enclave cualquiera. Era -y es- el corazón político y simbólico de Euskadi (País Vasco). El lugar donde se reunían las Juntas, donde el señor de Bizkaia juraba guardar los fueros bajo el Árbol, donde se condensaba una idea vasca de autogobierno que existía mucho antes de que existiera España tal y como hoy se conoce. Destruir Gernika no fue un acto militar: fue un mensaje. Un intento de borrar una raíz. Por eso el cuadro de Picasso no solo denunció un crimen; capturó el intento del franquismo de arrancar una identidad colectiva.
El bombardeo fue un experimento de la Legión Cóndor, sí, pero también fue permitido, tolerado y aprovechado por los sublevados. Franco nunca pidió disculpas. Nunca reconoció nada. Y el Estado nacido después de su dictadura, pese a algunos avances legislativos, sigue manteniendo una relación incómoda con este episodio: reconoce el sufrimiento, pero rara vez asume responsabilidades políticas claras sobre el daño causado por los propios aparatos del Estado franquista, del que es heredero institucional. Esa tensión se notó en Gernika.
Porque mientras Steinmeier habló de culpa y pidió perdón “en nombre de Alemania”, el rey Felipe VI optó por el silencio. Fue un homenaje sin riesgos, sin nombres y sin verbos incómodos. Eso explica la frialdad con la que fue recibido por parte de una sociedad que no olvida que la monarquía jamás ha realizado un reconocimiento explícito del papel del franquismo en la destrucción de Gernika. Su intervención pareció encajar más en la lógica de representación del Estado que en la de reparación de una memoria herida.
El lehendakari Pradales, luego aprovechó para señalar lo evidente: que España ha dejado pasar una vez más una oportunidad histórica para reconocer “el daño causado” y para “reparar” a las víctimas, como sí ha hecho Alemania. Sus palabras fueron firmes y, en cierto modo, sorprendieron por su tono. Habló como representante institucional, pero también como portavoz de una nación que lleva décadas esperando algo que no termina de llegar. No era una crítica al acto -que fue solemne- sino al vacío persistente que deja el Estado cuando evita llamar a las cosas por su nombre.

El PNV (Partido Nacionalista Vasco) respaldó este planteamiento con la sutileza que acostumbra: subrayó el valor del gesto alemán mientras remarcaba la distancia entre ese gesto y la postura del Estado español. En tanto, desde el partido nacionalista de izquierda, Bildu, se fue más directo. Señaló que el reconocimiento alemán evidencia aún más el silencio español y recordó que la memoria democrática no puede construirse con zonas opacas ni con discursos que evitan la palabra “responsabilidad”. Para la izquierda abertzale, la presencia del Rey simboliza precisamente esa contradicción: un representante del Estado participando en un homenaje que él mismo contribuye a vaciar de contenido político.
Así, la visita terminó generando un contraste nítido: Alemania llegó a pedir perdón en un lugar que no bombardeó sola; España estuvo presente en el mismo acto sin atreverse a reconocer que aquello ocurrió también bajo su mando. Y entre ambos gestos -uno valiente, otro tímido- se sitúa Gernika: una ciudad que fue destruida y que hoy exige que se reconozca plenamente su verdad histórica.
Porque Gernika no es un capítulo más de la Guerra Civil. Es el espejo donde Euskadi se mira para entender de dónde viene, por qué defiende ciertas libertades y por qué la memoria, aquí, no es un ejercicio del pasado, sino un compromiso con el futuro. Quizá por eso duele tanto que, casi noventa años después, aún haya que explicar quién bombardeó Gernika. Y por qué.
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