La hipoteca colonial de noviembre
El proyecto colonial sionista, legitimado por la Balfour, no buscó simplemente un refugio; buscó el control total de los medios de producción y de la tierra como la base de un nuevo Estado insertado en la lógica del capital global.
Daniel Jadue. Arquitecto y Sociólogo. Santiago. 11/2025. El 2 de noviembre, el calendario occidental marca un aniversario. Para nosotros, los palestinos, el 2 de noviembre de 1917 es menos un aniversario y más el día de la firma de nuestra hipoteca colonial. Es la fecha en que el imperialismo británico, en un simple apretón de manos burocrático, decidió hipotecar nuestra tierra a un proyecto de colonización de asentamiento, bajo la rúbrica de la Declaración Balfour.
La historia liberal la celebra como un acto de diplomacia. Nosotros la vemos como la síntesis perfecta del cinismo imperialista. Como marxistas, nos negamos a ver esta declaración sólo como un conflicto religioso o una disputa territorial. Es, fundamentalmente, una cuestión de acumulación primitiva y desposesión. El proyecto colonial sionista, legitimado por la Balfour, no buscó simplemente un refugio; buscó el control total de los medios de producción y de la tierra como la base de un nuevo Estado insertado en la lógica del capital global.
Cuando Arthur Balfour, el representante del Imperio que nos había prometido la independencia a cambio de luchar contra el Sultán (ver la correspondencia McMahon-Hussein), garantizó un “hogar nacional judío”, estaba haciendo tres cosas esenciales: garantizando la estabilidad estratégica del Imperio, ya que el control de Palestina significaba la seguridad del Canal de Suez y la ruta hacia la India; facilitando el flujo del capital fósil, ya que esta región era, y sigue siendo, vital para el imperio del petróleo. Un Estado de asentamiento, militarizado y leal a Occidente, era una pieza clave en este tablero de ajedrez energético; y, por último, despojar a la clase trabajadora autóctona, mediante un proyecto colonial que prometía “trabajo hebreo”, expropiando no solo la tierra en que vivían los palestinos sino que expulsando y subordinando sistemáticamente a la fuerza de trabajo nativa para asegurar que el capital colonial pudiera operar sin la “cuestión nativa” como freno.
La famosa cláusula que prometía que “no se hará nada que pueda perjudicar los derechos civiles y religiosos de las comunidades no judías existentes en Palestina” es el epitafio de la hipocresía británica. ¿Cómo puede establecerse un “hogar nacional” exclusivo para un grupo de extranjeros sin despojar, ni afectar los derechos civiles y religiosos de quien ya está allí? La propia Declaración era la sentencia de muerte de nuestros derechos civiles y políticos. El Imperio sabía que el proyecto sionista requería la destrucción de las estructuras sociales y económicas palestinas.
Ciento ocho años después, esta destrucción sigue en curso, magnificada en la sistemática desposesión de Cisjordania y la actual pulverización de Gaza mediante un genocidio. El objetivo sigue siendo el mismo: hacer insostenible la reproducción de la vida palestina para que la tierra quede disponible para la acumulación colonial.
Hoy, más que nunca, la lucha palestina debe ser vista como una lucha anticolonial y de clase. La liberación de Palestina no es solo la liberación de la tierra, sino la liberación de la fuerza de trabajo palestina de la subyugación y el apartheid económico.
La resistencia no solo debe apuntar a la retirada de los asentamientos, sino al desmantelamiento de toda la estructura económica que fue erigida sobre la base de la Declaración Balfour: la que usa el poder estatal para la expropiación y la que mantiene la desigualdad estructural como su motor.
La única justicia duradera, la única superación real de la Declaración Balfour, reside en la creación de una sociedad laica, democrática, y que acoja a todas las personas en un marco de igualdad radical donde el valor de la tierra y del trabajo sirva a las necesidades de la comunidad y no a la sed ilimitada del capital.
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