La democracia como mascarada. Una columna de Jorge Coulón y Jaime Bravo

No estamos ante una democracia en peligro. Estamos ante una democracia que se ha vuelto peligrosa. Peligrosa porque su máscara vacía desactiva la protesta, canaliza la rabia en procedimientos estériles y convierte cada intento de transformación en un callejón sin salida institucional. Peligrosa porque, en su nombre, se justifican guerras, ajustes, represiones y exclusiones. Peligrosa porque promete representación, pero produce frustración. Porque ya no es un escudo contra el poder arbitrario, sino una coartada de ese mismo poder.

Jorge Coulon y Jaime Bravo. 6/2025. Durante décadas nos enseñaron que la democracia era la máxima expresión de la voluntad popular. Un sistema donde el pueblo elige a sus representantes y ejerce, a través de ellos, el poder soberano. Pero esa narración, repetida como un mantra cívico, se va desdibujando ante nuestros ojos. Lo que queda no es una democracia en crisis, sino una mascarada. Una escenografía cuidadosamente montada para ocultar que el poder real ya no reside -si alguna vez lo hizo- en la ciudadanía.

¿Cómo confiar en instituciones que han sembrado, cultivado y cosechado la desconfianza ciudadana? ¿Cómo creer en un sistema de justicia cuando los fiscales y jueces que persiguen a ciertos líderes populares que se perfilan como alternativa incómoda -como Enríquez-Ominami, Jadue u Orrego- fueron designados por redes opacas, donde la legalidad parece subordinada a los intereses de los mandantes de un tejido de operadores como Hermosilla y sus símiles? ¿Cómo distinguir la lucha contra la corrupción de una estrategia sistemática de persecución política -usando medios “legales” (lawfare)- cuando los verdaderos corruptos siguen blindados y manipulando la justicia y las leyes desde las sombras?

¿Cómo podría sostenerse una democracia sin las garantías republicanas de igualdad ante la ley, frente a una justicia tuerta que ni siquiera cautela el mínimo Estado de Derecho?

La democracia electoral -ese ritual cada cuatro o cinco años- se presenta como garantía de legitimidad. Pero es solo una firma en un contrato que el poder nunca piensa cumplir. ¿Qué control real tiene el pueblo sobre quienes elige? ¿Qué mecanismos existen para revocar, condicionar o corregir el rumbo de los mandatados que traicionan su programa o actúan contra la voluntad popular y el interés de sus electores?

En Francia, Emmanuel Macron gobierna con un respaldo minoritario, y sin embargo su autoridad no se tambalea; pero hace tambalear a Francia y al mundo. En Reino Unido, Keir Starmer, el nuevo primer ministro, elegido con un claro mandato de cambio, desmantela con entusiasmo los restos del Estado de bienestar y contribuye activamente al desorden global. ¿Dónde está, entonces, la soberanía popular?

La democracia no constituye solo un procedimiento, sino el proceso por el cual se construye la voluntad popular. Y es esa voluntad la que debiera definir las decisiones públicas y el régimen político que las encarna.

No estamos ante una democracia en peligro. Estamos ante una democracia que se ha vuelto peligrosa. Peligrosa porque su máscara vacía desactiva la protesta, canaliza la rabia en procedimientos estériles y convierte cada intento de transformación en un callejón sin salida institucional. Peligrosa porque, en su nombre, se justifican guerras, ajustes, represiones y exclusiones. Peligrosa porque promete representación, pero produce frustración. Porque ya no es un escudo contra el poder arbitrario, sino una coartada de ese mismo poder.

Estamos acumulando energía social, como placas tectónicas en tensión. Y si no hay canales legítimos para que esa energía se exprese, si el sistema democrático bloquea más de lo que habilita, entonces el terremoto será inevitable. No como estallido irracional, sino como grito de quienes ya no creen en los disfraces. No para destruir la democracia, sino para distinguirla de la farsa, y con la esperanza de que alguna vez cumpla su promesa: que la voluntad popular sea ley, política y justica.

 

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