Enrique Ramírez, un gran hombre, un gran valor, un gran periodista
Y así como fue un gran defensor de la buena escritura y un riguroso guardián del lenguaje, también proponía la modestia, la humildad y el bajo perfil profesional como cualidades periodísticas.
Erasmo López Ávila. 01/02/2021. Enrique Ramírez Capello fue un celoso difusor de una norma del periodismo, que recordaba con frecuencia ante sus alumnos: “El periodista no es ni puede ser noticia”.
Y así como fue un gran defensor de la buena escritura y un riguroso guardián del lenguaje, también proponía la modestia, la humildad y el bajo perfil profesional como cualidades periodísticas.
Hoy, a contrapelo de sus grandes y duraderas enseñanzas, Enrique se ha convertido en noticia. Su fallecimiento este domingo 31 de enero es una noticia dolorosa, por cierto, que ha acongojado a todos los que tuvimos el privilegio de conocerlo y, mejor aún, de ser parte de su nutrida corte de amigos.
Con Enrique fuimos amigos desde mediados del año 1980. Antes de ingresar a El Mercurio, tuve una breve pasada por las Últimas Noticias, donde él era el jefe de la sección deportes. Había leído algunas de mis notas en la Revista Estadio y se interesó por conocerme.
Una tarde me llamó al Comité Olímpico de Chile, donde yo trabajaba en la oficina de prensa, junto a Sergio Brotfeld, y después de presentarse y de una breve conversación, me invitó a su oficina en LUN, en el edificio de El Mercurio.
Me recibió con su modestia y afabilidad de siempre y me preguntó: “¿Vendrías a colaborar los fines de semana a LUN para reportear deportes varios, no fútbol?” Sí, encantado. Hace un mes renuncié a la Revista Estadio y estoy libre los fines de semana. ¿Cuándo empiezo?
El próximo sábado a las 09 horas, dijo. Ahí te entregaremos la pauta.
Así fue como se inició un breve período de tres fines de semana en los que conocí a Enrique y, sobre todo, constaté su preocupación por el lenguaje preciso que había que usar en cada nota periodística.
Cuando le conté a la tercera semana que me habían invitado a trabajar en Deportes de El Mercurio, también para colaborar fue directo y sincero: “lamento que no sigas con nosotros, pero no dudes. El Mercurio es otra cosa. Estoy seguro que te va a ir bien. Y, desde luego, sigamos en contacto”. No era difícil seguir en contacto porque además trabajábamos en el mismo edificio.
La amistad y el afecto mutuo siguieron forjándose, aunque después LUN se fue a otro edificio en la calle Compañía y luego se trasladó al de Avenida Santa María.
Allá nos volvimos a encontrar cuando El Mercurio se fue en febrero de 1985 a ocupar el tercer piso de Santa María y con frecuencia compartíamos algún refrigerio en el casino.
Siempre me llamó la atención que Enrique me seguía leyendo y en más de alguna oportunidad me llamó para conversar sobre alguna publicación, aportando un comentario, un elogio o una crítica constructiva.
Varias veces compartimos vacaciones en las Cabañas del Círculo de Periodistas en El Tabo. Recuerdo especialmente que, en el verano del año 1988, en el estacionamiento que está frente a la cantina de El Tabo, yo paseaba con mi hija, de un año, que intentaba comenzar a caminar. Una tarde, se acercó hacia donde yo sostenía a mi tambaleante hija y comenzamos a conversar. Sorpresivamente, ella se soltó de mis manos, avanzó segura unos cinco o seis pasos y se aferró a las piernas de Enrique. Lo noté confundido, pero reaccionó paternalmente, la tomó de las manos y la encaminó hacia mi posición.
Mi hija se soltó de sus manos y partió a tomarse de las mías, que la esperaban ansiosas. Durante mucho rato mi hija siguió este juego de ir y venir entre Enrique y yo, disfrutamos alegres este acto de primera autonomía infantil, que recordábamos cada vez que nos encontrábamos
De hecho, cuando Enrique hizo clases en la Universidad Diego Portales y era profesor de mi hija, le pidió a ella que me invitara a dar una charla sobre mis andanzas periodísticas. Me presentó a sus alumnos como un periodista amigo y el padre de una alumna presente en la sala, de cuyos primeros pasos había sido testigo directo unos 20 años antes.
En una de mis últimas visitas le llevé de regalo una edición especial con anécdotas de Carlos Gardel que encontré en la Feria de San Telmo en Buenos Aires. Era un gran admirador de tres personajes que llenaron su vida: Pablo Neruda, Carlos Gardel y El Principito.
En su departamento de Plaza Baquedano luce una escultura del “hijo” mágico de Saint Exupery, junto a una nutrida biblioteca nerudiana y gardeliana.
La última vez que lo visité, meses antes del estallido social y la pandemia, nuestra amena conversación se interrumpió por una secuencia de ejercicios físicos a cargo de un kinesiólogo, destinados a despejarle las vías respiratorias. Eran ejercicios duros, dramáticos, violentos, pero que soportaba con resignación espartana. Cuando acabó la sesión, seguimos conversando como si nada hubiera ocurrido.
Un par de semanas después me envió una columna escrita por él y que distribuía por correo electrónico a una decena de diarios regionales. Allí recogió gran parte de nuestro último encuentro, con una narración que atesoro casi como si fuera un Diploma de Graduación. La dedicó a algunos episodios de mí quehacer periodístico, para destacar lo que él calificó como una cualidad escasa: la versatilidad del reportero.
Lo llamé para darle las gracias y para decirle que su relato me llenaba de orgullo, precisamente porque provenía de una persona como él. “Nada que agradecer, Erasmo. Eres un reportero neto. Me habría gustado haber trabajado más tiempo contigo, pero El Mercurio fue más poderoso”, fue su respuesta, la última vez que hablamos.
Me reprocho no haberlo visitado ni llamado en los últimos 20 meses, aunque esporádicamente sabía de él por otros amigos y admiradores comunes.
Regularmente me seguían llegando sus entretenidas columnas. Una reciente la dedicó a Carlos Caszely.
Extrañaremos sus escritos, su peculiar estilo y su cuidado uso del lenguaje. Me consta que se demoraba horas y días en escribir y, más recientemente, en dictar sus textos, pero nunca claudicó en la precisión de cada palabra y oración.
Los invito recordar a Enrique Ramírez Capello en su tremenda dimensión de persona, de periodista y, también, de servidor gremial. No olvidemos que fue también presidente del Colegio de Periodistas de Chile.
Fue memorable cuando una vez celebró la fundación de la “Aurora de Chile” vestido con rigurosa sotana, para rendir su original homenaje público a Fray Camilo Henríquez.
Este era el Enrique Ramírez Capello que hoy nos dejó: Un gran hombre, un gran valor, un gran periodista.